viernes, 3 de abril de 2020

¿Llenar el vaso o encender el fuego? Parte 1


El siguiente comentario crítico lo he dividido en dos entradas para amenizar su lectura. Si quieres el texto original, háblame en privado.
Parte 1 del comentario crítico sobre
¿Llenar el vaso o encender el fuego? Viejos y nuevos riesgo de la acción educativa. (José Antonio Ibáñez-Martín, 2010)
Es evidente que tenemos la necesidad de repensar la acción educativa como un proceso de importancia vital en el desarrollo individual de las personas. Debemos reconocer que, como nos dice Gimeno (2005), la educación nos dota de habilidades para relacionarnos con los demás. Nuestros comportamientos con el resto de sujetos van influenciados según la educación que se tiene. Asumir esta realidad le otorga un carácter social y civilizador a la educación, ya que su posición también se encuentra en la mediación de las relaciones sociales.
Así, para proseguir esta reflexión partiremos de las preguntas de Gusdorf (1969) y de Steiner (2004), pues es realmente útil para dilucidar dichas interrogativas educativas: ¿Qué hace el docente en el aula? ¿Qué hacen los estudiantes? ¿Qué espera el docente de los estudiantes? ¿Qué esperan los estudiantes del docente?
En esta primera entrada, vamos a adentrarnos en la primera pregunta cuya reflexión me parece la más interesante. En la siguiente entrada nos adentraremos en las otras cuestiones.
¿Qué hace el docente en el aula?
Me parece esencial quedarnos con la cita de Aristóteles: “la causa final era la primera intención”. De hecho, no hay mayor verdad que lo que el maestro va a hacer en un centro de educación es educar. No obstante, debido a los problemas de significados o los problemas de indagación por parte del profesorado, perdemos nuestro quehacer de vista. Resulta que la enseñanza de una materia no es el objetivo del maestro, en tal caso, podríamos estar de acuerdo que el objetivo es conseguir que aprendan, que es muy distinto. Aunque, compartiendo el pensamiento de Furedi (citado en Ibáñez-Martín, 2010), lo que deberíamos hacer o, mejor dicho, pedir, es que los estudiantes estudien, pues “las ideas complejas no son aprendidas, sino estudiadas.”  
En cuanto a los problemas de significado, manifiesta Fernández Sierra (2011) que dentro de cualquier concepto subyacen diferentes definiciones para cada individuo que, cuando reflexiona, no se cuestiona si coinciden los significados, otorgándole el que estima oportuno. Por esta razón, se ha conseguido evitar un debate sobre educación que profundice en cuestiones de mejora. Esto, sin embargo, siempre ha favorecido al poder político y económico, pues los debates han estado en manos de sus propias definiciones.
Es así que no podemos limitarnos a enseñar o adiestrar, aunque ello suponga progreso individual y colectivo, sino que debemos buscar unas condiciones óptimas para que lo que proponemos sea, además, educativo. Esto implica ciertas consideraciones, unas fácil de resolver, como muestra Ibáñez-Martín (2010), y otras no tanto. La dificultad radica en quién define los conceptos más problemáticos, quién dice qué es bueno o malo. Sin duda, esto conlleva un debate más profundo del que se tiene. En este sentido, he de mostrar mi inconformismo con Ibáñez-Martín (2010) cuando alude a que “el poder público (…)  pretenda arrogarse al derecho de los padres sobre la educación moral de sus hijos e imponerles unos valores en los que claramente no hay unanimidad social, es francamente intolerable.”  Resulta que esta afirmación no completa mi postura ante el mismo hecho, el cual considero como Rousseau (s/f, citado en Gómez Llorente, 2000), que manifiesta que imponer una moralidad debe alejarse de las edades tempranas, donde la diferencia entre realidad y ficción, entre bueno y malo está por desarrollarse y debiera hacerse “lejos del temor a sanciones terribles e inapelables”.  Cabe destacar que, no imponer uno valores morales o religiosos, no es sinónimo de no enseñarlos, cuales rodeen o provoquen dudas en el aprendiz, puesto que el conocimiento de nuestra historia y cultura no se comprenden sin su consideración. A fin de cuentas, como señala Ibáñez-Martín (2010), las dificultades mayores están en el contenido y en la forma.
Ahora bien, no comparto el símil que nos propone cuando alude a que el ser humano no nace en la plenitud, sino que esta avanza al descubrir lo verdadero. Prefiero quedarme con que el ser humano nace pleno, pero falto de consciencia y es en su proceso educativo el que le permitirá tener un desarrollo mayor de sus virtudes.

Bibliografía.

Armando, L. (1987). Educación física de calidad o mentiras en cantidad. Educación Física y Deportes, 9, pp.39-46.

Fernández Sierra, J. (2011). Formar para la economía del conocimiento vs educar para la sociedad del conocimiento: una visión desde la pedagogía. Málaga: Ediciones Aljibe.

Gimeno, J. (2005). La educación obligatoria: su sentido educativo y social. Madrid: Morata.

Gómez Llorente, L. (2000). Educación Pública. Madrid: Ediciones Morata.
Gusdorf, G. (1969). ¿Para qué los profesores? Madrid: Editorial Cuadernos para el diálogo, p. 53. En la traducción española no se incluyó la segunda parte del título original.
Hirtt, N. (2003). Los nuevos amos de la escuela: el negocio de la enseñanza. Madrid: Editorial Digital.
Ibáñez-Martín, J. (2010). ¿Llenar el vaso o encender el fuego? Viejos y nuevos riesgo de la acción educativa. Centro de formación del profesorado.
Steiner, G. (2004). Lecciones de los Maestros. Madrid: Siruela, p. 173. Este libro se publicó originalmente en inglés el año anterior con el título Lessons of the Masters.

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